Septiembre… Creo que es el primer año, de los 11 de maternidad que llevo a mis espaldas, que no me emociona que llegue el primer día de colegio. Siempre recibía este mes con un enorme alivio porque, después de tres meses de vacaciones, al final, ya no sabía que hacer con mis hijos para que no empezaran con el bucle del “mamá, me aburro” o con el bucle de las rabietas o el de niños rebotados casi subiéndose por las paredes clamando un poco de orden y rutina en sus vidas, esa rutina de la que, paradójicamente, acababan también hartos al final del curso escolar. No entendía a las madres que decían que odiaban que empezase el colegio, ahora entiendo por qué…
No, este año no tengo ganas de que empiece el cole… no tengo ganas de correr por las mañanas, de gritar para salir puntuales de casa, de perder la paciencia y la sonrisa, de los días interminables de trabajo, colegio y extraescolares, de las agendas repletas de deberes y exámenes, de arañar un poquito de tiempo al final del día para mirarnos a la cara… de acabar tan reventados que, al final, solo quieres meterte en la cama y que acabe el día… otro día más que se va, otro día menos en realidad.
Es lo mismo que ha pasado durante los años en los que sí quería que llegase septiembre, pero supongo que entonces, no comprendía el valor de todo ese tiempo que se perdía entre las prisas y las carreras, no tenía tiempo de pensar, todo era salvar el día, pero perder la vida.
Supongo que este verano he sido más consciente de lo rápido que pasa el tiempo, es lo que suele pasar cuando dejas de lado el blog y las redes sociales lo suficiente como para vivir en el presente, saliendo de esa burbuja donde el tiempo pasa sin darte cuenta, donde vivimos como anestesiados, dejando que fuera, la vida pase… y pasa demasiado deprisa, muuuuy deprisa.
Se me hacen mayores, supongo que ese también es uno de los motivos… veo como se entretienen durante más tiempo ellos solos, veo que nos necesitan menos, que ya no hay tantos momentos de crisis y entonces me doy cuenta de que no queda tanto para que llegue la temida adolescencia, de que un día aún nos necesitarán menos, o incluso pelearán por deshacerse de nosotros para poder hacer sus cosas durante un rato, como hacíamos nosotros cuando ellos eran pequeños…
Será que yo también me hago mayor y me doy cuenta de que se me pasan los días volando, y me paro a observarlos mientras me pregunto si este verano habrá sido digno de recordar para ellos, si habrá sido bastante todo lo que hemos hecho juntos, si habremos estado lo suficiente para ellos, sumida en esa mezcla de incertidumbre y culpa que nos acecha a diario a los padres de hoy en día.
Quiero pensar que fueron suficientes las tardes en el cine, los días en la playa intentando coger una buena ola con la tabla de surf, los paseos en bicicleta con la complicidad de tener un momento especial madre-hija o conseguir la hazaña de estar los cuatro quietos contemplando el bosque y ser sorprendidos por el regalo de ver una musaraña que, con miedo, sorteaba nuestros pies mientras corría de nuevo a otro escondite.
Quiero pensar que fueron suficientes los helados, las tardes en la feria de atracciones, las partidas de parchís con la abuela hasta las tantas, el disfrutar de la experiencia de una lluvia repentina mientras nos bañábamos en la piscina ¿o quizás lo fue “caminar entre las nubes” de aquella montaña repleta de niebla?
Quiero pensar que cada uno de esos momentos se quedará anclado en vuestra memoria, en el recuerdo de aquellas vacaciones de verano en las que no hicimos nada especial mas que pasar tiempo juntos… aunque pensándolo bien, quizás eso fue lo más especial de todo, lo más divertido, lo mejor del verano de vuestras vidas…
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